La nube de vaho procedente de la cocina inunda la taberna y se estanca en mis pulmones. Nada como el tufo a nabo rancio de El Descanso de Ongo describiría mejor esta ciudad. Aunque bien podría valer para cualquier otra; todas se parecen.

El tipo enjuto y de ojos hundidos que atiende tras la barra es Ongo, el dueño y cocinero; si es que se le puede llamar cocinar a echar cosas en un puchero y hervirlas. Y yo soy Uri: explorador, cazarrecompensas y huérfano; sobre todo huérfano.

El plan es sencillo: seguir a un tipo robusto y encapuchado cuando baje por las escaleras y abandone el local, arrinconarlo en un callejón y exigirle el pago de una dokhena de estancia en una de las malavenidas habitaciones de la taberna. Según Ongo, el tipo le adelantó un par de monedas que nunca terminaron por transformarse en las quince acordadas. Y, tras negarse esta mañana a pagar, mis servicios fueron requeridos.

Los ojos de Ongo se encienden cuando una figura baja del piso superior, con un ademán me deja claro que es mi objetivo. La capucha es eterna, y sus andares, vacilantes, no se me antojan los del hombre amenazante que el posadero me describió. Sale sin mirar atrás. Le dejo algo de ventaja y, cuando considero que la distancia es la idónea, apuro esa cerveza sin cuerpo que vende Ongo y salgo.

Ya en la calle, respiro hondo y oteo entre los claroscuros que forman las luces de los fanales contra los cuerpos de los transeúntes. El fulgor jade de Molos inunda la noche; Solom, en cuarto menguante, hoy no es rival para la mayor de las lunas de Oon. Pese a las horas, a esta altura de la calle del licor hay mucha gente: borrachos, timadores y ladrones en su mayoría.

Distingo su silueta entre la multitud. A las constantes indecisiones en su camino, se suma un vaivén de caderas contenido y una postura rígida en exceso. Aun así, parece que no toma desvíos y se mantiene en la calle del licor, lo cual no me convierte en el más afortunado de los cazarrecompensas.

Tengo que actuar antes de que llegue a la plaza, mientras aún hay callejuelas casi vírgenes a ambos lados; estrechos pasos en los que solo hay accesos a negocios diurnos. De hecho, según lo sigo, vamos dejando atrás la zona caliente de tabernas; y si no hay alcohol, no hay borrachos, y, cuando desciende el número de estos, también lo hace el de sus depredadores directos. En definitiva, muy pocas almas.

Con un ahora o nunca en mente, decido cruzar a una paralela y adelantarle. Cuando estimo que es suficiente, me acerco de nuevo, sin abandonar del todo las sombras, para, antes de que pase a mi altura, desperdigar varias monedas por el empedrado y ponerme de rodillas con las manos en el estómago.

—¡Ayuda! ¡Por favor! —grito. Espero que su instinto de supervivencia sea tan nulo como mis dotes interpretativas.

El tipo gira la cabeza y levanta un poco la capucha. Una antorcha, al principio de la bocacalle, lo ilumina desde tan arriba que el contraluz no me deja ver gran cosa; aunque consuela saber que ahora lo principal es que él me vea a mí.

No se mueve.

—¡Por favor! —grito como el peor de los histriones, añadiendo un par de arcadas y algo de énfasis extra.

Mira alrededor, supongo que en busca de ayuda, pero no es ni la hora ni el barrio adecuado. Aun así, sigue ahí. Clavado.

—¡Por piedad de Auhrel, ayúdeme! —Definitivamente soy un terrible teatrero. Nefando.

Nada.

Los segundos se alargan haciendo gelatina mi paciencia.

Cuando otros métodos más expeditivos me empiezan a parecer factibles, da unos pasos de hormiga que lo acercan al callejón y alimentan mi optimismo.

No hay otra, pienso; es el momento de jugarse el órdago. Me dejo caer, en posición fetal y dándole la espalda, pretendidamente inerte.

Ahora mismo soy el hombre más indefenso de esta infausta ciudad. El frío de la piedra en mi cara, las rachas de viento a ras de suelo, las estrellas sobre mí; pero, al fin, pasos que se acercan. Y es, al notar una mano en mi costado, cuando me levanto como un lobo y lo volteo contra el suelo.

Su grito y su rostro me dicen lo mismo de lo que me venían advirtiendo sus andares, pero me negaba a creer: una mujer.

Me aparto como un perro al que han cogido robando comida y me quedo de rodillas, mostrando las palmas de las manos y deseoso de que el horror desaparezca de su cara.

No puedo con las mujeres.

—Perdona. Yo… Me… me pagaron para que te cobrara una deuda en la taberna. No sabía… ¡Me dijo que eras un hombre!

Se recompone, con dignidad y en silencio, traga saliva y se sienta.

—¿Deuda? ¡No hay nada que pagar a ese despojo! —El terror de hace un instante transfigura en ira y agita los tirabuzones pelirrojos que se han liberado de su capucha. El verde de sus ojos se clava en la más profunda de mis vergüenzas.

—Lo siento, se-señora, me dijo que solo le pagó un día y llevaba una dokhena, que era un hombre y lo amenazó.

—Es lo que hacen los mentirosos, mentir. El muy cobarde me aseguró que a una dama solo le cobraría el equivalente de un día por toda una dokhena. Imagine cómo me insinuó después que saldara la deuda.

Es tal la culpa que me embarga que le propongo resarcir mi error escoltándola en su camino, sea este el que fuere. Y, a pesar de negarse, no sin cierta arrogancia en un principio, termina por aceptar, o eso quiero creer, al advertir la sinceridad de mi ofrecimiento.

Le digo que antes de eso debo tener unas palabras con Ongo. Ella añade que desea estar presente, placer que no puedo negarle.

Durante el camino de vuelta, mi mente suda. Me abordan los mismos recuerdos que siempre emergen cuando trato con una mujer: mi madre y el resto de mujeres de mi poblado inmolándose por su prole. Tras librarme de ellos, o ellos cansarse de mí, vuelvo al ahora y pienso: ¿De verdad es tan idiota Ongo como para suponer que no me daría cuenta de que era una mujer?

Cada día lo tengo más claro: el ser humano no es solo cruel y artero, también es estúpido.