Dejó la botella de vino en la mesita de noche, totalmente desangrada. Ya tumbado, atisbó su fotografía y recordó: la luna del coche atravesando su rostro, los dientes fuera de su boca. Acarició el eterno edredón con el antebrazo y se arrebujó mirando el hueco vacío. Apagó la luz y lloró; lloró y lo deseó más que nunca; lo deseó con las tripas, con los ojos y las sienes palpitantes; con las venas y la sangre. Y una lengua fría, dividida, casi dos, recorrió su cuello.