Miró a su compañero de soslayo, dispuesto a despedirse, mas sus palabras quedaron en una mueca sorda cuando los tañidos lúgubres e insistentes de un gong se impusieron con una certeza más cristalina que las aguas del Inawashiro: una promesa inmediata de sangre y acero.

La liturgia quedó así huérfana de concurrentes, afanados estos como estaban en recoger sus nobles armas del entarimado. Jin Lesada y Hotaru Bansho, aún arrodillados, depositaron los tantos junto a sus respectivos poemas y asieron con firmeza sus katanaswakizashis. Escasos latidos después, el resonar metálico quedó embebido por el atronar sobre piedra de cascos de caballos al galope. Dos asistentes deslizaron la puerta principal, revelando a todos los guerreros el futuro inminente. Un nutrido grupo de miembros del clan Amakusa, a tenor de lo que podía apreciarse en sus kamon, cargaban sembrando la tierra de vísceras y cuerpos, y regándola con el rojo de cada ashigaru que osaba salirles al paso. A lo lejos, varias lenguas de fuego se levantaban sobre algunos edificios, muy a pesar del aguacero primaveral que terminaba por configurar aquella estampa.

—¡Perros sin honor! —dijo Jin, colocándose hombro con hombro con Hotaru.

—Se positivo, amigo, huele a tierra mojada, los almendros están en flor, y los antepasados nos regalan una última oportunidad de demostrar nuestra valía.

Jin intentó responderle, pero tanto él como Hotaru tuvieron que agazaparse ante una andanada de flechas escupidas por los daikyu de algunos de los jinetes, las cuales atravesaron papel y madera en los casos más afortunados, carne y hueso en los más funestos. Ambos retrasaron su posición hasta donde se encontraba hecha un ovillo la joven Nozomi, la señora del difunto daimyo.

—¡Esta vez no! —exclamó Hotaru con vehemencia, mientras parapetaba el cuerpo de la reciente viuda adoptando una postura defensiva— ¡No! —repitió.

Tras una nueva descarga de proyectiles, cuatro jinetes totalmente pertrechados irrumpieron violentamente, aplastando en el proceso a varios miembros del clan Ikeda y tintando de un rojo profundo la seda de sus kimonos. Mientras algunos de los samurais optaron por precipitarse al exterior con el fin de abatir a varios arqueros, que, rezagados, se encargaban de convertir la construcción en una trampa mortífera; el resto, incluidos Jin y Hotaru, formaron en media luna delante de Nozomi, para evitar que el clan Amakusa siguiera pisoteando, literalmente, la honorabilidad de los Ikeda.

Jin se abrió a su derecha, decidido a atacar a uno de los agresores, acompañando la maniobra de una indicación a Hotaru para que protegiera su flanco izquierdo. El recio Amakusa hizo recular el corcel y, esgrimiendo una katana de mango granate, bajó de la montura con una agilidad impropia de alguien enfundado en una armadura yoroi; su kabuto representaba el rostro retorcido y amenazante de un oni. Mientras tanto, el resto de samurais Ikeda habían logrado hacer caer a uno de los montados al piso que, tras resbalar en un intento infausto de erguirse, acabó ensartado por la naginata de un aguerrido ashigaru que había entrado como una exhalación en el recinto. Los lamentos desgarradores del samurai abatido, en torpe intento de retornar al contenedor roto que era su vientre sus entrañas, distrajeron la atención del atacante de Jin. Tal despiste le costó un tajo limpio, profundo y descendente en su femoral. El guerrero, consciente de la fatalidad de su herida, se lanzó en un ataque suicida a los brazos de la muerte, manifestados estos en la forma de las hojas del joven. Los dos compañeros de armas se miraron y sonrieron, abandonándose erróneamente a un instante frugal de recreo; el momento, tan breve como el comprendido entre dos latidos, costó caro. Uno de los asaltantes, que ya había dado buena cuenta de dos cabezas Ikeda, alzó los cuartos delanteros de su vigoroso kiso color canela cargando contra Jin; el cual, a pesar de reaccionar a tiempo, recibió un impacto seco y brutal en el torso que lo dejó sin resuello y con una marca ostensible de pezuñas en el pecho. Aturdido, miró hacia arriba y, emitiendo un ahogado y angustioso quejido, estiró las manos desnudas hacia Hotaru. El diestro Ikeda, esgrimiendo sus espadas en un único ataque, amputó la patas del caballo, haciendo caer al temible Amakusa al suelo como un saco de arroz. A pesar de precipitarse sobre él con celeridad, el enemigo se rehizo hincando una rodilla en la madera roja y chorreante, así como levantando con prontitud su acero. Hotaru y el Amakusa trabaron sus armas en una presa metálica, tras lo que el astuto Hotaru Bansho decidió dejar caer su peso contra el menudo pero experto atacante, aplastándolo contra el agitado costillar del moribundo animal, convertido este en un surtidor de sangre y relinchos de dolor. El taimado y vil contendiente deslizó su mano izquierda entre su armadura hasta dar con una hoja corta, pero, justo cuando buscaba el costado de Hotaru con la afilada amenaza, el wakizashi de un débil pero resuelto Jin Lesada se hundió hasta la empuñadura en el rostro del jinete, uniéndolo toscamente a su montura. Hotaru Bansho, sin perder de vista la agonizante batalla, cargó con su camarada hasta la posición de su señora, Nozomi Takei, para asegurarse de que no había sufrido daño alguno.

Un último quejido apagado anunció el final de la refriega, no sin bajas de importancia. Cualquier miembro Ikeda de la casta buke lo era.

Jin, respirando a duras penas, alargó la mano hacia Hotaru.

—¿Estás bien?

—¿Acaso importa? —respondió Jin, mirando al suelo.

—Siempre importa.

—La katana, dámela por favor.

Hotaru, con cara de no entender y pronunciando un “ya ha acabado” antes de devolvérsela, vio como su igual se levantó y, sin frenar el paso, se acercó a la aún doliente bestia para terminar con su sufrimiento separando cabeza y cuerpo.

—¿No podías no hacerlo, verdad? —dijo Hotaru con una media sonrisa en la boca.

—Recuerda ­—comenzó a decirle Jin entre toses y esputos—, sólo es frágil quien…

—Quien no es capaz de respetar cada vida y cada silencio —terminó por él.

Ambos sonrieron.

—¿Qué querías decirme, amigo? —preguntó Hotaru.

—Nada. Nada que realmente ya no sepas ¿Vamos?

—Vamos.

Los presentes que aún quedaban con vida miraron a la pareja de samurais. Ambos asintieron.

La ceremonia se reinició. Todos volvieron serenos a su posición, respetando y ennobleciendo esos silencios que tanto valoraban Jin Lesada y Hotaru Bansho. Se arrodillaron de nuevo, colocándose con diligencia el kimono de la forma convenida y apropiada, dejando sus armas a un lado (en paralelo), y cogiendo de nuevo los tantos que habían aguardado pacientes una batalla más; al igual que los asistentes que, nodachi en mano, se posicionaron debidamente. Se miraron por última vez, y, en un arranque final de resolución y valor, hundieron el acero en sus entrañas, dibujando una ardua L en su tórax, raspando hueso y sajando vísceras. Restaurando su honor.

 

***

Haiku de Jin Lesada

De luz prendado

contemplo luciérnagas.

Me llevan a tí.

Haiku de Hotaru Bansho

Caliéntame el sol

incluso en este invierno.

Ya no estoy solo.